El mito de la escuela, en crisis

No es ninguna novedad que las instituciones en general, es decir, el Estado, la economía, la política, la justicia, y más particularmente la educación, están en crisis. Desde la persona más formada hasta la persona más sencilla ya se ha dado cuenta de esto.

Desde los lugares oficiales, léase gobiernos, pareciera que no se cansan de enviar una y otra vez directivas a favor de la supuesta optimización de la ya super-ultra-archi conocida tríada pedagógica, a saber la interrelación existente en todo proceso educativo de tres actores, el alumno, o estudiante como se lo prefiere llamar últimamente, el docente, y los contenidos. También nos suena ya demasiado familiar las siguientes afirmaciones que, los que nos dedicamos a la docencia las encontramos profundamente contradictorias y hasta opuestas con las mismas prácticas que implementa y propicia el Estado, afirmaciones tales como inclusión social, construcción cooperativa de contenidos, aceptación de las diferencias, perfeccionamiento, formación continua, formación para la vida, desarrollo de las propias capacidades o competencias, la educación en la libertad, el pensamiento crítico, etc. Por otro lado, aquellos que nos dedicamos a eso llamado educar, estamos presionados, no solo por el Estado sino también por la sociedad que ve como causa de la mayoría de sus problemas, sino de todos ellos, la falta de educación y el mal trabajo de los docentes, también estamos presionados por nuestros jóvenes que constantemente, y enhorabuena, están demandando actualizaciones no solo conceptuales sino procedimentales, con esto quiero decir motivacionales. Seguramente habrá malos profesionales en la educación de la misma manera que hay malos médicos, malos ingenieros, malos abogados, malos políticos, malos obreros, malos carpinteros, malos plomeros, etc. El problema es mucho más complejo de lo que al común de la gente le gustaría verlo, y ciertamente a nuestros gobernantes.

Para intentar comprender al menos en dónde estamos parados debiéramos retroceder hasta los orígenes de esta institución llamada escuela, y para ello deberemos volver unos 400 años aproximadamente en el tiempo. La escuela a la que todos nosotros hemos asistido, ya sea como alumnos, hace ya algún tiempo, o como docentes, es decir, la escuela que conocemos, que conocieron nuestros padres y que conocen nuestros jóvenes es producto de un proceso socio-histórico y cultural denominado modernidad. Lo que pretendía este invento denominado escuela consistía en "producir", sí esa palabra tan fea para los pedagogos de hoy, "producir" ciudadanos, dicho de otra manera, sujetos que pudieran operar de acuerdo a determinados criterios y estándares previamente establecidos por el Estado para beneficio de la sociedad. En sus orígenes, y por más que se lo quiera maquillar de mil maneras, y en su fin la escuela homogeneiza a los sujetos que recibe y normaliza los saberes y profesiones de las que se nutre. El modelo educativo vigente es el modelo fordista de producción en serie. Entran personas que no saben “nada” y salen personas que saben “algo” que sirve para...
...que nuestra sociedad y nuestro Estado persista. Eso es todo. ¿Le interesa acaso a la escuela el desarrollo de las capacidades de esas personas que ingresan al sistema? Sí y no. Si en tanto y en cuanto pueden aportar algo provechoso para la sociedad, no en cuanto que si no aporta nada, pues no sirve para nada y queda descartado. La escuela es, en verdad, un mecanismo de producción y control por parte del Estado, así lo ha sido ayer y así lo continúa siendo hoy. La inclusión es una linda manera de decir que tenemos que ser todos iguales, la tolerancia, que tenemos que soportarnos los unos a los otros, el pensamiento crítico, que tenemos que hacer como que pensamos por nosotros mismos cuando, en verdad, repetimos lo que otros piensan, en general el pensamiento de los medios masivos de comunicación que son los generadores de opinión, la construcción cooperativa de conocimiento es una bella forma de decir que las clases no sean expositivas sino que el alumno busque los contenidos por sus propios medios y que, a través de discusiones y debates áulicos se arriben a conclusiones más o menos fieles al contenido original.

Se ha tratado de dibujar de tal manera la cuestión que se dice que la relación docente-estudiante es simétrica, es decir, que los dos están al mismo nivel en cuanto a los contenidos, queriendo superar con esto aquella visión moderna aun imperante en las aulas de que el docente es el que sabe y el alumno es el que no sabe. De hecho, las mismas palabras lo indican, a saber, la palabra docente proviene del latín y significaría algo así como aquel que conduce. En cuanto a la palabra alumno, también viene del latín y significa aquel al que le falta luz. Será, por lo tanto, tarea del docente la de conducir e iluminar al pobre alumno que no sabe nada. Esto no es tan así, por supuesto, aunque algunas verdades hay en ello. Partamos de la base que el docente tiene unos cuantos años de ventaja en cuanto a estudio y experiencia se refiere con respecto a sus alumnos. Esto no significa que el docente lo sepa todo y que el alumno deba recibir pasivamente el contenido, ya que puede aportar muchísimo, y lo digo por experiencia, desde sus propias vivencias, búsquedas e inquietudes. Pero no digamos así a boca de jarro que docentes y alumnos son iguales frente al aula, de la misma manera que no son iguales el jefe frente a su subordinado.

Otro mito fuertemente arraigado es el de la tríada pedagógica que mencionamos más arriba. Dicho sea de paso, no es una tríada, y esto no se explicita en la formación profesional docente, sino que es una tétrada compuesta por los siguientes elementos relacionados de forma completamente asimétrica, a saber, docente, alumno, contenidos y Estado. La educación es una de las profesiones más burocratizadas de nuestras sociedades y nadie se pregunta por qué. ¿Por qué es que el Estado se “preocupa” tanto en controlar los contenidos y metodologías que se imparten y utilizan en las aulas? ¿Por qué hay tantos mecanismos de control? El Estado proyecta su sombra sobre los otros tres elementos de la tétrada alcanzándolos de diferentes maneras, por un lado, controlando cuál es su formación, cómo y con qué trabaja el docente; por otro lado, controlando quiénes, cómo y bajo qué circunstancias sobreviven o no dentro del sistema educativo como estudiantes; y finalmente, qué contenidos son obligatorios y cuales deben omitirse expresamente en la formación de los ciudadanos de ese Estado. Si nos remitimos a la letra de las leyes, decretos, disposiciones, resoluciones, etc. la libertad en educación es una ilusión muy bien lograda, pero no deja de ser ilusión. Por suerte para aquellos que queremos algo más que esto, que hemos transitado este sistema y que nos hemos dado cuenta que el problema no está completamente ni en la sociedad, ni en los docentes, ni en el Estado, ni en los alumnos, sino en el conjunto y sobretodo en el sistema mismo, existe una brecha para ejercer la libertad y posibilitar que nuestros jóvenes puedan, al igual que nosotros mismos podamos desarrollar plenamente nuestras capacidades, gustos e inquietudes a la luz del conocimiento libre, teniendo siempre presente, por supuesto, las necesidades de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Es imposible negar que hemos nacido y somos productos de una sociedad a la que le debemos, por lo menos, el intentar mejorarla desde nuestras propias posibilidades y potencialidades ya que, seguramente, no habitamos en una sociedad perfecta.

Sin entrar en detalles, muchas han sido las reformas educativas implementadas en los últimos años, por no decir décadas. Reformas de formas y palabras, maquillajes de último momento, ideas expelidas de escritorios burocráticos sin conexión con la realidad, que no han reformado nada sino que, simple y llanamente, han profundizado la crisis institucional de la escuela. ¡Basta de reproducir estos mitos! Si entendemos a la educación, y a la escuela como un lugar eficaz para ella, como un medio para la construcción de una sociedad más justa, más humana, imbuida en valores positivos para la sociedad en su totalidad, entonces hace falta una reforma en serio y no soluciones inmediatas y manotazos de ahogados. En Argentina, y seguramente en muchas partes del mundo, el sistema educativo y la educación en sí se sostiene casi en un 100% por el trabajo desinteresado de los docentes. Aquí la docencia es verdadera vocación, y en la práctica el mito confrontado con la realidad se rompe a pedazos al igual que Dorian Gray cuando contempla finalmente su propio retrato.

Comentarios

  1. La escuela todavía tiene grandes razgos mecanicista con el fin de mantener el sistema.
    Se le culpa al docente de malas enseñanzas cuando el Estado no da los recursos e insumos necesarios para mejorar la calidad de preparación pedagógica de los docente.
    Buen artículo.

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  2. Antes que nada, gracias por tu lectura y comentarios. Acuerdo contigo en que la escuela, como institución moderna, posee todavía muchos rasgos mecanicistas, al mismo tiempo que es funcional al sistema que la creó y de a cual depende. Estoy también de acuerdo con tu segunda afirmación. El Estado no solo tiene la posibilidad sino, sobre todo, la obligación de proveer de los recursos necesarios para una educación de calidad, cuestion totalmente lejos de la realidad como ya es sabido. Yo agregaría algo más, a saber, la educación no depende solo del docente, la institución escolar y el Estado, sino que fundamentalmente la educación es tarea de la familia, y los demás son solo actores secundarios de esta "historia". Saludos.

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