Nunca más. No más atajos, no más desvíos.


Vivimos en una sociedad atravesada por múltiples factores que van moldeándola a los golpes, como el martillo al hierro sobre el yunque de la historia. Se torna complejo y arriesgado aventurar un “diagnóstico” sobre su situación actual y más aún una prognosis de su itinerario. No obstante, algunos de los “síntomas” que podemos observar en la cotidianeidad y en el espejo distorsionado de los medios de comunicación nos moviliza e interpela a decir algo sobre el tema como un argentino más. 

Hoy todo se encuentra como desdibujado, como marcado por la falta de un horizonte de sentido. Aquellos que se aventuran a vislumbrar un atisbo de verdad, muchas veces contaminado por intereses mezquinos, caen enceguecidos en el fanatismo como consecuencia de la falta de antídotos culturales y educativos que les prevengan de estos riesgos. 

Una vez secuestrados por la ideología y el fanatismo defienden a ultranza sus propias posiciones, apelando generalmente a valores democráticos y republicanos, utilizando, al mismo tiempo, instrumentos contrarios a lo que pregonan con sus discursos. De esta forma, aquello que defienden se vuelve algo indigerible para las inteligencias y se transforma en pasto seco para el fuego de las pasiones más enardecidas. Decimos fanatismos precisamente por esta razón, por la falta de componentes racionales en la misma génesis de sus pensamientos y en los instrumentos de comunicación de sus posiciones, no distinguiéndose de las maneras de operar de los regímenes totalitarios característicos del siglo XX. 

Resulta siempre sano para el bien común y para el pensamiento, las palabras erróneamente atribuidas a Voltaire pero no por ello menos valiosas: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. 

El problema es que en la Argentina el fanatismo, la intolerancia y la ignorancia cotizan para las clases gobernantes y para algunos sectores de la peor política. En el mundo, pero especialmente en este país, cursamos y padecemos hace tiempo una enfermedad profundamente arraigada en la política. Aquellos que nos representan están cada vez más disociados de la realidad y gobiernan a partir de caprichos y obsesiones propias negando y renegando de aquellos que debieran representar. Verdaderamente una paradoja, un sinsentido político, pero una realidad patente. 

También es verdad que la clase política no sale de la nada sino que forman parte del pueblo, salen de la misma sociedad que gobiernan, lo cual indicaría que hay algo que no está bien en nuestro pueblo. Parte del problema es la doble moral de los argentinos. Ese doble estándar cultivado y nutrido particularmente en el último siglo y que ya ha pasado a formar parte del ADN argentino. La llamada “viveza criolla” que nos enorgullece en algún punto. El “lo atamos todo con alambre”, el “zafar”, el “buscarle la vuelta”, el “hecha la ley, hecha la trampa”, entre tantos otros. Pero con la única condición de que el “vivo” sea siempre uno, yo, no el otro. Si soy yo el “vivo” soy un “grande”, un “maestro”. Ahora, si el vivo es el otro, es un “chanta”, un “atorrante”, un “sinvergüenza”. Hay algo muy propio del argentino que es esta visión egoísta del individuo y del mundo. Una de las tantas contradicciones propias de la realidad entre el “me salvo yo y no me meto con nadie” y la tan publicitada “solidaridad” del pueblo argentino. 

Parte de los síntomas de esta doble moral, no sólo práctica sino también discursiva, es la cultura de la dádiva arraigada en este país. El argentino de finales del siglo XX y principios de este considera no sólo que tiene derecho a la asistencia del Estado sino que el Estado tiene la obligación de asistirlo y hasta de sostenerlo. Queremos que el Estado sea eficiente y austero pero al mismo tiempo que nos mantenga y nos de lo que necesitemos y queramos. Esto ha sembrado, nutrido y cultivado un resentimiento cultural profundo en nuestra sociedad, no sólo entre los que “parasitan” al Estado sino también entre aquellos que son “vampirizados” por el Estado para poder sostener a los que dependen de él. 

Lo que no estaríamos pudiendo ver es que el Estado no es un pozo sin fondo. Usemos una imagen para comprender esto. El Estado sería como una bolsa de semillas compartida con la que tenemos la responsabilidad y la obligación de mantener y acrecentar su contenido. 

Imaginemos un grupo de personas que se agrupa alrededor de la bolsa para sacar una semilla comprometiéndose a devolver dos o más semillas, o al menos una de ellas para reponer lo tomado. Ahora bien, si todos sacamos y nadie aporta a la bolsa esta se vaciará inexorablemente. Es innegable que todos tenemos derecho a la bolsa y a su contenido, pero también tenemos la obligación de mantener y hacer crecer su contenido para que no se acabe, para que alcance para todos y para que cada vez alcance para más. Los argentinos en general nos hemos olvidado de la parte de la obligación. La corrupción institucionalizada nos ha enseñado a tomar, a sacar, a exigir, a demandar, a pedir, ya sea manifestando, escrachando, gritando, haciendo ruido, con violencia, lo que nos corresponde y más, mucho más. Pero alguien tiene que poner en la bolsa, sino la bolsa se vacía. La bolsa no es mágica. No es el bolso de Mary Poppins. La bolsa del Estado tiene fondo. 

Es increíble que en la Argentina hayamos llegado al punto de tener que señalar que al menos alguien tiene que producir para sostener al Estado y sus gastos. Sin un sector productivo el Estado es imposible. Nótese que hablamos de Estado y no de gobierno. Esto trasciende a los partidos políticos y a las ideologías  yendo al corazón y fundamento de la genética de los Estados nacionales a lo largo y ancho del mundo y de la historia.

En algún momento los argentinos perdimos el rumbo sobre la concepción que tenemos de Estado y de sus funciones. El Estado está para garantizar el bienestar general de todos los ciudadanos, para garantizar sus derechos y para exigir el cumplimiento de sus obligaciones en igualdad de condiciones para todos y con las mismas reglas de juego. Es obligación del Estado asegurar lo más fundamental que necesita todo pueblo. Los tres esenciales de cualquier sociedad civilizada son la educación, la salud y la seguridad. Los eternos postergados de nuestros gobernantes. 

Parece un chiste de mal gusto pero lo esencial es lo que está más descuidado, lo que permanece invisible a los ojos de nuestros gobernantes. Obviamente que desde lo discursivo, desde el relato oficial, estamos mejor que cualquier país o nación industrializada, pero en la práctica la realidad nos cuenta otra historia. Pensemos en los sueldos, en la infraestructura, en la formación de los profesionales de la educación, de la salud y de la seguridad. Ese debiera ser un termómetro de una sociedad avanzada del siglo XXI. Nuevamente encontramos otra contradicción social en la que todos sabemos de la importancia de estos “esenciales”. Lo vemos, lo entendemos, adherimos y lo reclamamos nosotros mismos cuando pedimos mayor educación, mejor salud y más seguridad, pero lo reclamamos al vacío, al abstracto, a la teoría, en otras palabras, a la nada misma, porque en la práctica de lo concreto cuestionamos al docente y a la escuela, al médico y al hospital, al policía y a la comisaría. Hay algo muy “histérico” en la identidad argentina, algo que le viene de décadas de reveses y maltratos, de ese proceso histórico que fue forjando nuestra cultura en la fragua del siglo XX.
 
Pensar que somos una nación, un pueblo, una sociedad que no ha tenido que sufrir las desgracias de atravesar grandes dificultades como otras naciones, pueblos o sociedades. Afortunadamente no hemos padecido grandes guerras ni catástrofes naturales como huracanes, terremotos, maremotos, y otras, como en diferentes partes del planeta. No obstante, no logramos progresar sino todo lo contrario. 

Si volviéramos la mirada hacia el pasado veríamos que antes estábamos mejor que ahora. Y esto sin caer en la idea romántica de que todo tiempo pasado fue mejor. Es prácticamente un dato comprobable. Hace poco más de un siglo, a comienzos del 1900 los migrantes del mundo consideraban como destinos prometedores para asentarse y para vivir, por ser lugares llenos de posibilidades y llenos de futuro, ciudades como Nueva York o Buenos Aires. Muchos de ellos preferían el destino austral por contener mayores y mejores promesas que el tristemente célebre “sueño americano”. Pero, en algún lugar de estos últimos cien años nos perdimos o nos arrebataron ese futuro, nuestro presente. La Argentina se ha ido descomponiendo lentamente, corrompiéndose y desintegrándose paulatinamente. Los sueños de aquellas personas, de nuestros abuelos y bisabuelos, que ya estaban en estas tierras o llegaron a ellas con la férrea voluntad de trabajar y progresar, se fueron desvaneciendo con el paso del tiempo. 

Afortunadamente todavía queda algún resto de aquello, una suave huella, presencia de una ausencia, que sirve de recordatorio de lo que fue, de lo que pudo haber sido y de lo que no es. Una mezcla nostálgica de esperanza y dolor, de sueños postergados y hechos añicos, un sinsabor o un sabor amargo de esfuerzos que cayeron en sacos rotos. No obstante, todavía quedan algunas reservas de valor, de cultura, de educación, de esperanza. Muy escasas, diría escasísimas. 

Aún quedan unos cuantos ciudadanos que siguen apostando por este país, casi rayando en la necedad y la locura. El sentido común parece haber huído de la Argentina junto con los “cerebros”, los “dólares”, las “inversiones” y la “juventud”. La otrora nación que recibía con los brazos abiertos a “todos los hombres del mundo que quisieran habitar en el suelo argentino” ahora los despide con los bolsillos vacíos, los sueños rotos y el alma golpeada por el desarraigo de la tierra y la nostalgia heredada de padres y abuelos que dieron todo y recibieron poco o nada a cambio de décadas de trabajo y esfuerzo. 

Quedan todavía, en una tierra y sociedad devastada por años de maltrato, de explotación, de desidia y de desmanejos, algunos que apuestan a virar el timón y cambiar el rumbo nefasto que lleva esta nuestra nave. Aquellos que quieren dar la vuelta porque entienden que no se puede seguir navegando hacia aguas cada vez más oscuras y tempestuosas, escenarios que sólo favorecen a aquellos que habitan en las sombras de la historia y se nutren del caos y la desesperación de los pueblos. Ojalá ese resto de esperanza alcance para conducir a este país a la gloria de otros tiempos, a la luminosidad del bien común y la verdad. 

Necesitamos recuperar el respeto propio y el respeto por el otro, el valor del esfuerzo y del trabajo, la verdadera solidaridad, el compromiso, el altruismo, el civismo, el diálogo profundo y edificante. Estamos llegando a un punto sin retorno en el cual debemos elegir entre continuar el camino de la refundición del Estado o encaramarnos a la refundación de nuestra sociedad. Tenemos que volver a nuestra historia, a lo mejor no a lo peor de ella, para aprender de nuestros errores y proyectar lo bueno hacia el futuro. Asumir y aceptar maduramente lo pasado y mirar de una vez por todas hacia adelante. Para esto es necesario que nos hagamos verdaderamente cargo de nuestra situación, de nuestro pasado y de nuestro presente, pero con la mirada puesta en el porvenir, de lo contrario no hay posibilidad de crecimiento sano o de crecimiento alguno. 

Debemos construir, a partir del consenso y de las diferencias propias de nuestra condición humana, un proyecto de país con un horizonte claro, con pasos y metas a largo plazo donde pongamos el foco en lo que es importante. Una nación que tenga prioridades y actúe conforme a ellas, no una nación que gestione desde las urgencias improvisando acciones que lo único que hacen es hinchar las velas de la confusión que nos llevan a destinos a los que nadie en su sano juicio quiere ir. Necesitamos una clase política que esté a la altura de las circunstancias y no de un grupo de individuos ruines que maquillen, manipulen y tuerzan la realidad para sus propios beneficios. Gobernantes que no gestionen disociadamente de la realidad en favor de sus propias agendas sino teniendo en cuenta el bien común.  

Es hora de terminar, de una vez por todas, con “las bacanales de la corrupción”, “los festines de la impunidad”, “las fiestas de los vagos”. El vampirismo estatal sumado al parasitismo social es insostenible en el tiempo, además de ser nocivo social e institucionalmente. Un Estado no puede implementar medidas “robinhoodescas”, populistas y demagógicas. Recordemos que Robin Hood era un forajido, un delincuente al margen de la justicia, y el Estado debe ser el garante de la justicia. Por eso es un Estado de derecho y no una asociación ilícita o un “atado” de mafiosos. 

Tampoco puede ser un Estado paternalista que trate a sus ciudadanos como niños. Tenemos que construir ciudadanía, autonomía cívica y no dependencia. Basta de un estado paternalista y de una sociedad infantilizada. Si somos lo suficientemente maduros para elegir a nuestros representantes y para equivocarnos una y otra vez, ¿por qué estos mismos representantes nos tratan como incapaces? Recordemos que el poder es nuestro y nosotros se los prestamos por un tiempo en cada sufragio que participamos. 

Los argentinos estamos cansados. Queremos recuperar nuestro presente y comenzar a construir el futuro que soñaron nuestros abuelos, nuestros padres y que nosotros mismos deseamos. Estamos cansados de la corrupción y de la impunidad de aquellos que nos gobiernan. Estamos hartos de que el Estado nos mienta, nos manipule y nos robe. Ese Estado que debiera cuidarnos y garantizarnos un futuro.

Estamos hartos de que nos subestimen, que no nos respeten en nuestra individualidad, en nuestra libertad, en nuestros verdaderos derechos y en nuestras justas obligaciones. Estamos exhaustos de la violencia institucional, queremos recuperar un Estado de derecho, un Estado que sea verdaderamente garante del bien común de todos los habitantes de este territorio, un Estado que nos asegure una Educación, una Salud y una Seguridad de calidad en los múltiples sentidos de estos “esenciales”. 

Hemos tenido y afortunadamente todavía tenemos el privilegio que otras naciones no tienen de poseer un sistema educativo gratuito y de calidad que posibilita la movilidad social y el progreso de la sociedad por la vía de la educación y el trabajo, la ciencia y la técnica. Aún podemos cultivar desde estos espacios la pasión por la verdad y el compromiso por el bien común a pesar de las mezquindades ideológicas asincrónicas y retrógradas de fanáticos enceguecidos que lo único que buscan es el beneficio propio a costa de la sociedad y las instituciones. 

Nos duele esta Argentina. Nos molesta verla y pensarla de esta manera.  Quisiéramos que la realidad fuese otra, pero no podemos disociarnos de ella como lo hacen nuestros gobernantes. Es sólo a partir de la realidad que podremos construir algo verdadero y duradero.  Es hora de decir basta. Nunca más. No más atajos, no más desvíos. Sí a la democracia, sí a la república, sí a la transparencia, sí a la verdadera gestión, sí a los consensos, sí a los proyectos de país a largo plazo, si al bien común, sí a la Argentina. 

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