Derechos, derechos, derechos al abismo…



Escuchamos por todos lados (medios, redes sociales, conversaciones con colegas, con amigos, con vecinos, con desconocidos) que tenemos derechos… que es tu derecho… que es un derecho… que hay que hacer valer los derechos… que es mí derecho… La palabra se ha vuelto casi una muletilla para todo.

La mayoría de los “ciudadanos del mundo” afirman tener derechos y con justa causa. Quedó prácticamente en el pasado eso de que las personas no sabían que eran sujetos de derecho, es decir, que tenían derechos que debían ser respetados. Pues, ¿Cuál es el problema, entonces, si estamos mejor que antes? Y aquí en este punto comenzamos a reflexionar, tarea propia de la filosofía. ¿En qué sentido estamos mejor que antes?

Sí, es verdad que tenemos “más” derechos que antes, en el sentido que el “Estado” nos reconoce más derechos que hace un siglo o menos. Sí, las personas somos más conscientes de nuestros derechos y sabemos que tenemos que reclamarle al “Estado” su garantía y cumplimiento. Pero esto no significa que todo esté mejor, que todo esté bien. Obviamente hay cosas que faltan.

Como sociedad, la humanidad en su totalidad, nos hemos olvidado de la otra “cara de esta moneda”, la de los deberes, las obligaciones que ponen en perspectiva todo el asunto. Esto no es algo que suceda solo por estos lugares cercanos al fin del mundo, esto está pasando en todo el planeta. Es un problema humano. La presente reflexión es también una vía para comprender porque, frente a una pandemia de las características que tiene la que estamos viviendo hoy en el mundo, haya gente que no entienda que debe permanecer aislada en sus casas. El egoísmo de algunos se vuelve patente frente a un desastre como este. Si analizamos las causas invocadas para justificar esta desobediencia civil, escucharemos que están en su derecho hacer lo que se les venga en gana.

Antes de profundizar en el rastreo del origen de esta dificultad planteada, sobre los derechos y el desconocimiento de las obligaciones, sería prudente realizar un breve recorrido, a modo de síntesis, por algunos conceptos importantes para comprender más cabalmente el asunto.

Consideramos necesario repasar, entonces, qué es la ética, qué es la moral y qué es la ley. Pues bien, la ética es...
...un campo de saber perteneciente a la filosofía. Es un conocimiento práctico de orden racional, fundamentado en principios racionales, que utiliza un método racional y que pretende que sus postulados posean validez universal. Decimos que es un saber práctico porque reflexiona sobre las prácticas humanas intentando comprender a la vez que justificar racionalmente las acciones del hombre. En otras palabras, las acciones humanas son su objeto de reflexión, mientras que su fin es el bien y la felicidad tanto del sujeto particular como de toda la humanidad. Casi está de más decir que la ética, cualquier corriente de pensamiento ético, responde a una concepción de ser humano, de persona.

Una vez esbozada a grandes rasgos qué es la ética, pasemos a vislumbrar qué es la moral con la que tantas veces se la ha confundido e identificado. La moral trata de aquello que es considerado bueno o malo para una sociedad o grupo humano, en un tiempo y lugar determinado. Dicho de otra manera, la moral es el conjunto de normas, valores y/o costumbres de un pueblo particular, en un momento particular de su historia. Es el reservorio de las prácticas y costumbres de esa agrupación humana. Será tarea de la ética reflexionar sobre esas prácticas, analizando si son susceptibles de ser justificadas racionalmente o no.

Ahora bien, cuando decimos Ley no estamos hablando de una norma concreta sino del cuerpo o conjunto de normas que rigen en una sociedad. En este caso, Ley es lo mismo que Derecho positivo. Sin entrar en la diferencia que existe entre Derecho divino, Derecho natural y Derecho positivo, digamos que la Ley es una convención, un acuerdo de un grupo humano concreto, en un tiempo y lugar particular, sancionada o aprobada por una autoridad temporal surgida de ese mismo grupo humano. Esto significa dos cosas. En primer lugar, la Ley, el derecho, es temporal. En segundo lugar, está sujeta, su mera existencia depende, de una sociedad particular. De esta manera, es necesario pertenecer a esa comunidad, sociedad o grupo humano, para estar “dentro” de la Ley, es decir, para estar amparado por ella.

Otro elemento a tener en cuenta es que la “legalidad” de la Ley depende no sólo de la aprobación de la autoridad y/o de la sociedad de la que emana, sino también de su utilidad para dicho conglomerado de personas. Las leyes deben ser útiles porque se legisla a partir de la necesidad, no de presupuestos, y aquella ley que no sea útil deja de aplicarse y cae en el olvido.

El Derecho en general busca el bien común del grupo humano del que ha surgido, y solo de este grupo que lo ha creado, obligando a todos sus miembros a perseguir un mismo bien o aquello que ellos mismos consideran como bueno. Esto quiere decir que no es lo mismo decir que algo sea “legal” a que algo sea “bueno”. Son dos cosas distintas.

Recapitulando, dijimos que la moral es un conjunto de prácticas y costumbres de una agrupación humana concreta, la Ley ha de regular las prácticas de una sociedad particular, y la ética es la reflexión sobre las prácticas humanas en general, y al hacerlo reflexiona también sobre la moral y la Ley.

A nuestro entender, queda patente cuál es la diferencia fundamental entre estas tres. La ética tiene por objeto las acciones humanas en general, contempladas a partir de principios racionales, con la pretensión de obtener conocimientos válidos universalmente. Esto significa que aquello que la ética comprende como bueno, es así para todos los seres humanos en todo tiempo y lugar. Eso es lo que quiere decir “validez universal”. La moral tiene por objeto las costumbres, no tanto lo bueno racionalmente o lo justo, sino como lo que se ha hecho “siempre” en esa comunidad o grupo humano. Para la moral, lo que está “bien” es así porque así se hizo “siempre”, justificando de manera imprecisa una acción o práctica, apelando a un conocimiento a la vez inmemorial e incomprobable. También son las acciones humanas objeto de la Ley, consideradas a partir de principios racionales, pero sujetas o condicionadas a un lugar, tiempo y comunidad determinada, con lo cual las leyes no pueden pretender la validez universal que pretende la ética. No existen, por principio para el Derecho positivo, leyes eternas, leyes absolutas, leyes inmutables. El Derecho, partiendo de principios racionales, se encadena a los grilletes del espacio y del tiempo, tornando su contenido sólo válido y legítimo para una sociedad particular.

Espero que no haya sido demasiado extenso este repaso por conceptos necesarios para seguir avanzando en la reflexión sobre los derechos. Volviendo al inicio de este texto habíamos comenzado hablando del progreso de nuestra sociedad en relación a los mismos en detrimento de su contracara o contrapartida, las obligaciones.

Hagamos ahora un poco de historia, porque la raíz de nuestra comprensión de los derechos está asociada más a la Ley que a la ética y por lo tanto, a un lugar y a un tiempo en particular. Nuestra perspectiva sobre los derechos es bastante reciente. Si a un medieval le preguntáramos qué es un derecho, seguramente no sabría responder, y en el mejor de los casos nos diría que es algo reservado para personas con cierto poder o autoridad. Desde la modernidad esto cambió.

La “invención” de los derechos tal como los comprendemos hoy en día comenzó, para elegir un año como cualquier otro, en 1789 con la Revolución Francesa. Si bien el asunto venía gestándose tiempo atrás, tal es el caso de la revolución inglesa de 1640-1660 y la revolución norteamericana con la firma de su independencia en 1776, lo cierto es que fue en la Revolución Francesa que los descendientes de los galos formularon la categoría de “derechos del ciudadano” junto a los principios ya conocidos de “libertad, igualdad y fraternidad”.

El surgimiento de los Estados modernos, los cambios de regímenes y las revoluciones mencionadas de los siglos XVII – XVIII, dejó una fuerte impronta en occidente sobre el valor de estos principios enunciados por los revolucionarios franceses y la importancia fundamental de los derechos para la humanidad. Casi está de más decir que su simple formulación, que presuponía el reconocimiento de los derechos fundamentales de los ciudadanos, fue un avance significativo para todos los seres humanos. Y lo decimos así porque la clave está en el reconocimiento y no en su mera enunciación. Ya volveremos sobre esto.

Como sociedad, occidente ha crecido a la sombra de los derechos, se ha alimentado de ellos, ha sido educada con ellos, ha sido formada a partir de ellos. Todos tenemos que conocer nuestros derechos para poder exigirlos. Pero aquí surge otra pregunta: ¿exigirlos a quién? Al Estado, seguramente será la respuesta que obtendremos. Pues bien, ahora ¿quién es el Estado? Y la respuesta es: nosotros mismos. Como resultado, nosotros somos los que tenemos que conocer nuestros derechos para exigírnoslos a nosotros mismos. Es aquí cuando queda en evidencia que algo está fuera de foco.

Cuidado, no queremos decir que esté mal la existencia de los derechos. Tampoco estamos diciendo que está mal que conozcamos nuestros derechos. Al contrario, como ya dijimos este ha sido uno de los grandes avances de la humanidad. Pero esto no significa que sigamos siendo ciegos a este problema. No nos interesa buscar culpables, seguramente no hay un culpable concreto. En parte, somos todos culpables de esta confusión.

Lo cierto es que como sociedad nos hemos enfocado, como con anteojeras, sólo en los derechos y nos hemos olvidado de la otra parte inseparable, las obligaciones. Y este olvido, inocente o no, tiene implicancias y consecuencias enormes, porque cambia la manera en que hemos entendido nuestra convivencia y en que hemos organizado nuestro mundo. Tal es así que en verdad, los derechos no son posibles sin antes existir las obligaciones. Dicho de otra manera, si preguntáramos qué está primero, los derechos o las obligaciones, la respuesta correcta debiera ser las obligaciones, pero la respuesta que obtendríamos sería, seguramente, que ninguno está primero que el otro. Esto pone en evidencia hasta qué punto está arraigado el error o la confusión en nuestra sociedad.

Sin obligación no hay derechos, porque el reconocimiento de mi derecho implica una obligación para alguien más, del mismo modo que el derecho de ese otro es una obligación para mí. En esto de las obligaciones y los derechos impera la reciprocidad, el acuerdo. No es posible exigir a otro algo, si no ofrezco algo yo también. Desde esta perspectiva se vuelve un poco más claro o es posible echar un poco de luz sobre esto de la “exigencia” de los derechos al Estado, como si el Estado fuera un ente autónomo, una persona, un sujeto concreto. Para los que todavía no han caído en la cuenta, el Estado es una construcción humana, es un invento nuestro, somos nosotros.

Nótese que hasta desde lo discursivo anteponemos los derechos a las obligaciones. Primero existen las obligaciones, luego los derechos. Después de que existen ambos, es decir, que hemos acordado y reconocido su existencia, son inseparables. No pueden ser las obligaciones sin los derechos ya que lo que es derecho para uno es una obligación para otro. Sobre esto dice una pensadora francesa del siglo XX: “Un hombre solo en el universo no tendría ningún derecho pero sí tendría obligaciones” (Weil, 2014:23). Los derechos vienen después de las obligaciones y no al revés.

Recordemos a Thomas Hobbes cuando nos explica que antes de que existiera el Estado, el hombre se encontraba sumido en un caos, en un estado de guerra de todos contra todos, en anarquía absoluta. En ese estado no hay Ley, y por lo tanto no existen ni obligaciones ni derechos. Para que haya Ley es necesario antes que haya Estado y para esto es preciso comenzar con una obligación. Esta primera obligación es la renuncia o transferencia de la capacidad o poder de autogobierno que tienen todos los seres humanos en favor de alguien elegido para tal fin (Cfr. Hobbes, 2003: 141). El Estado, según este pensador y otros tantos filósofos políticos, comienza con esta cesión implícita, con esta obligación de sometimiento y obediencia al Estado, a la Ley, para poder disfrutar luego de los beneficios que ella conlleva, es decir, los derechos.

En cualquier sociedad que se precie de ser justa, todos sus miembros deberían poder disfrutar de los mismos derechos y no de derechos especiales, y deberían honrar las mismas obligaciones sin ningún tipo de distinción. No somos ingenuos. Mirando nuestra realidad esto parece ideal y utópico, pero así debiera ser. Nuestro mundo se encuentra enfermo de narcisismo. El otro poco importa. Lo único que verdaderamente vale soy “yo”, mis derechos y todo lo que haga referencia a mí. Todos reclamamos derechos, pero solo unos cuantos cumplimos con nuestras obligaciones, parece que cada vez menos.

Tenemos que darnos cuenta que no podemos continuar así. Que si seguimos por este camino pronto no quedará nadie a quien reclamar nuestros derechos porque nadie tendrá obligaciones. Volveremos, entonces, a ese estado primigenio del que hablaba Hobbes, a ese estado pre-social, pre-estatal, pre-jurídico, de guerra de todos contra todos, de conflictividad absoluta donde todos seremos enemigos de todos. Tenemos que entender que si solo tenemos derechos, nadie tiene derechos, porque mi derecho obliga a otro y si ese otro no reconoce esa obligación, y por lo tanto mi derecho, no tengo derecho alguno. Lo que sigue es el caos.  

La propuesta es cambiar la mirada. No estemos tan pendientes de lo que los otros, la comunidad, la sociedad, me tiene que dar porque es mi derecho, sino lo que yo, cada uno de nosotros, por pertenecer a esta sociedad, tengo la obligación de dar. No es posible recibir sin dar nada a cambio. Si no ejercemos nuestras obligaciones como ciudadanos, no tenemos ningún derecho a reclamar derechos. Sin obligaciones perdemos la condición de ciudadanos y nos volvemos en extranjeros de nuestra propia comunidad, en extraños, porque desconocemos en lugar de reconocer nuestras obligaciones/derechos frente a los otros y nuestros derechos/obligaciones. Al menos cuidemos nuestros derechos respetando nuestras obligaciones.

Sin ánimos de ser dramáticos, insistimos en esto, las obligaciones son la fuente de los derechos. Si continuamos ciegos terminaremos cayendo derechos al abismo de la anarquía. Todavía hay esperanza. Aún hay gente que sigue honrando sus obligaciones.  


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Bibliografía citada

- WEIL, Simone (2014) Echar raíces, Madrid: Trotta.
- HOBBES, Thomas (2003) Leviatán, o la materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil, Bs. As.: FCE.  

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