
En nuestro tiempo, más que en cualquier otro, se hace claramente evidente que el ser humano es el punto central de toda reflexión, no solo en el sentido de sujeto de reflexión sino también de objeto de estudio, siendo comprendido como ser-en-relación-con. Como consecuencia de esto las cosas que lo rodean, su mundo, son entendidas como aquello que es-en-relación-con-el-hombre siendo siempre el ser humano el axis mundi. De allí que el punto de partida y de llegada de toda reflexión, comprensión y expresión sea no la relación en sí misma o el lenguaje con entidad propia sino el hombre-en-relación-mediada-por-el-lenguaje-con. Dicho de otra manera, el hombre-y-lo-otro, sabiendo que lo otro no sería si no fuera para el hombre ya que somos nosotros los que estamos dándole existencia.
Ahora bien, si el hombre es el que hace filosofía, que juega con el pensamiento, ¿cómo es que comenzamos a jugar? ¿Nos enseñaron en algún momento a reflexionar filosóficamente, a relacionarnos con el mundo por medio del lenguaje? ¿Cómo aprendemos a filosofar? ¿Es necesario aprender? Juguemos nosotros ahora y tratemos de dar algunos intentos de respuesta a estas preguntas.
Digamos primeramente que creemos que no nos enseñaron a reflexionar filosóficamente sino que fuimos aprendiendo por diversas razones, quizás la más importante sea la supervivencia, a relacionarnos con el mundo de una manera inquisitiva, es decir, filosófica. En el comienzo tratamos de amoldar el mundo-distinto a nuestro-mundo, a uno que se adecuara a nuestros sentidos, por decirlo de alguna manera, para no ser presas de un abismo insondable, el de lo absoluto, radical y extrañamente otro. Entonces, volviendo a la pregunta original, no es posible enseñar al hombre...