Algo de la filosofía de San Agustín de Hipona (354-430)


Hijo de Patricio y Mónica, la cual más tarde alcanzaría la dignidad de santa, San Agustín nació en Tagaste, al norte de áfrica, el 13 de noviembre de 354, dejando este mundo lleno de su pensamiento en la ciudad de Hipona sitiada por los vándalos el 28 de agosto de 430.

Alrededor del año 373 en medio de los placeres de Cartago lee el “Hortensius” de Cicerón a la vez que entra en contacto con los maniqueos. Los maniqueos se vanagloriaban de enseñar una explicación puramente racional del mundo, justificando la existencia del mal y conduciendo a sus discípulos a la fe mediante la razón. San Agustín considera por esta época que esta es la sabiduría que tanto buscaba. En el año 384 visitó al obispo de Milán, San Ambrosio, y siguió sus predicaciones descubriendo la existencia del sentido espiritual de las sagradas escrituras que se esconde bajo el sentido literal de las mismas.

Agustín poseía un espíritu inquieto y por esto mismo sufría y dudaba de casi todo buscando alguna certeza de la que aferrarse. En el año 385 lee algunos escritos neoplatónicos como las “Enéadas” de Plotino traducidas por Mario Victorino. Este fue su primer encuentro con la metafísica liberándose del materialismo de Manes. A partir de este momento buscará purificar sus costumbres a pesar de la tenacidad de sus pasiones. Descubre leyendo a San Pablo que el hombre no puede librarse del pecado sin la gracia de Cristo. A la edad de 33 años, 386,  encuentra la verdad que tanto había estado buscando, la fe en Cristo, siendo bautizado al año siguiente, 387.

La conversión lo distinguirá radicalmente del resto de los neoplatónicos. Los maniqueos habían prometido llevarlo a la fe por medio del conocimiento. Ahora él se propondrá alcanzar la inteligencia de las escrituras por medio de la fe. Buscará profundizar en su conocimiento de la fe para poder enseñarla. Más allá de sus esfuerzos por desprenderse del neoplatonismo no podrá hacerlo y quedaran resabios en su filosofía del contacto con las ideas platónicas que tuvo entre 385 y 386.

El asentimiento de las verdades de fe debe estar precedido por algún trabajo de la razón si bien las verdades de fe no son “demostrables” aunque se puede “mostrar” la legitimidad de su asentimiento. En esto consiste la relación fe-razón expresada en la conocida sentencia agustiniana: “comprender para creer y creer para comprender”.

En el año 391, a la edad de 37 años es ordenado sacerdote dedicándose a la reflexión de problemas teológicos y a los trabajos de exégesis. Su obra filosófica expresa ...
...el esfuerzo de una fe cristiana que intenta llevar lo más lejos posible la inteligencia de su propio contenido con la ayuda de elementos neoplatónicos tales como la definición de hombre, la sensación y el conocimiento, temas que trataremos a continuación.

El hombre para San Agustín, siguiendo la línea neoplatónica, es un compuesto de cuerpo y alma en el que el alma se sirve del cuerpo. Entre estos dos elementos, cuerpo y alma, existe una jerarquía. El alma está unida al cuerpo por la acción que ejerce sobre él vivificándolo continuamente.

La sensación se produce en el hombre, es decir en el alma, sin que sufra ninguna parte del cuerpo ya que lo inferior, el cuerpo, no puede obrar sobre lo superior, el alma. El alma saca de su propia sustancia una imagen semejante al objeto por la misma vigilancia que ejerce ella misma sobre el cuerpo. En definitiva las sensaciones son acciones que el alma ejerce y no pasiones que sufre. Las sensaciones informa al hombre sobre el estado y las necesidades de su cuerpo, a la vez que dan cuenta de los objetos que rodean a dicho hombre.

Todo conocimiento comienza por los sentidos, decía Aristóteles. ¿Qué pasará entonces si las sensaciones no son  producto del mundo sino del alma? Para San Agustín conocer es aprender por el pensamiento un objeto que no cambia y cuya misma estabilidad permite retenerlo bajo la mirada del espíritu. Por esta causa y a partir de esta noción de conocimiento, es que es imposible el conocimiento de los objetos externos al hombre ya que son inestables, temporales y cambiantes. Aparecen y desaparecen, borrándose y reemplazándose los unos a los otros. El hombre conoce encontrando en su alma los conocimientos que versan sobre objetos estables. La verdad, por lo tanto, consistirá en el descubrimiento de una regla por la que el pensamiento se someta a dicha regla dejando de ser una constatación empírica de un hecho. La verdad será entonces, partiendo de que su objeto es estable, necesaria, inmutable y eterna.

Ahora bien, ¿Dónde se encuentra la fuente de todo conocimiento verdadero? En los objetos externos no, porque son contingentes, mutables y pasajeros. En el hombre tampoco porque él mismo es contingente y mutable como las cosas inclinándose por esto el pensamiento ante la verdad. Hay algo en el hombre que lo trasciende, que es más grande que él. La necesidad con la que se impone la verdad a la razón es el signo de su trascendencia respecto de ella. La verdad está en la razón, por encima de la razón. En otras palabras, la verdad es Dios, puramente inteligible, necesario, inmutable y eterno. San Agustín utiliza algunas metáforas para esbozar esto: Sol inteligible, Maestro interior, etc.

Dios es realidad a la vez íntima al pensamiento y trascendente al pensamiento. Su presencia es atestiguada por cada juicio verdadero, su naturaleza se le escapa al hombre justamente por su trascendencia. Es más fácil para la inteligencia del hombre decir lo que Dios no es que lo que es. Ahora, el nombre que mejor lo designa es el que Él mismo se ha dado: “Ego sum qui sum” (Yo soy el que soy). Él es el Ser mismo, “ipsum esse”, la realidad plena y total. Solo a Él le conviene esta denominación. Lo que cambia no existe verdaderamente, ser verdaderamente es ser siempre de la misma manera y esto es Dios.

San Agustín parte de la iluminación divina como un medio para llegar a Dios, y sus seguidores hicieron de esta iluminación una teoría del conocimiento.

Con respecto al dogma de la Trinidad San Agustín concibe la naturaleza divina antes que las Personas de la Trinidad. Una sola naturaleza divina subsistiendo en tres Personas. Mientras que los filósofos cristianos griegos afirmaban que eran tres Personas con una sola naturaleza. Para los griegos era primero el Padre, concebido como el Dios único, luego el Hijo, nacido del Padre, Dios de Dios, y luego el Espíritu Santo que procede del Padre en cuanto Padre por el Hijo. Para San Agustín Dios es Dios-Trinidad que se despliega sin sucesión de tiempo o naturaleza pero no sin orden de origen, en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Se esforzó por concebir la naturaleza divina por analogía al alma humana. El alma es como el Padre y su ser engendra la inteligencia de sí como el Hijo o Verbo, y la relación entre ser a su inteligencia es la vida como el Espíritu Santo. El Padre profiere en su Verbo y ambos se aman en el Espíritu Santo. De esta forma el hombre es un ser análogo a la Trinidad. No es solo pensamiento que se conoce y ama, es también testimonio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Al conocerse a sí mismo el hombre se conoce como imagen de Dios y así conoce algo de Dios. El pensamiento del hombre es entonces memoria de Dios, su conocimiento es inteligencia de Dios, y el amor que procede de uno y otro, pensamiento y conocimiento, es amor de Dios. Así es que en el hombre hay algo más profundo que el hombre mismo, a saber, Dios. Esto es posible gracias a la noción de creación de la nada que fundamenta este planteo.

Siguiendo la línea de pensamiento platónica, Dios contiene eternamente en Sí los modelos arquetípicos de todos los seres posibles. Estos modelos eternos son ideas increadas y consubstanciales a Dios. Para crear el mundo Dios no ha tenido más que decirlo. Al decirlo lo ha querido y lo ha hecho. Todo de una sola vez sin sucesión de tiempo. Dios ya no crea sino que conserva. Todo ha sido creado ya, hasta los seres futuros que se encuentran en forma de gérmenes que se desarrollaran en el tiempo de acuerdo al orden y a las leyes que Dios haya previsto. De esta manera el mundo se despliega en el tiempo y el tiempo se despliega con él.

Habíamos dicho que el hombre es un compuesto de cuerpo y alma. El cuerpo es materia y el alma es algo puramente espiritual y simple que se une al cuerpo por una natural inclinación que la impulsa a vivificarlo, a gobernarlo y a velar por él. San Agustín nunca pudo resolver la cuestión del origen de las almas. Si habían sido creadas en el principio o si había creado Dios una sustancia espiritual de la cual serían luego formadas las almas. El alma no está unida al cuerpo como castigo por el pecado. El cuerpo del hombre no es en sí mismo la prisión del alma, como en el caso de Platón, sino que lo ha llegado a ser como consecuencia del pecado original. El primer objeto de la vida moral consistirá entonces en librarse del pecado.

Dios es el Ser, el Bien absoluto inmutable. Toda cosa es buena por el simple hecho de que es. “…y vio que era bueno…”. El mal, por lo tanto, estrictamente hablando no existe sino como ausencia o privación de Bien. Será entonces la ausencia de un determinado bien en una naturaleza que debería poseerlo. La moralidad solo se encuentra en los actos de las creaturas racionales. Actos que serán libres porque dependen del juicio de la razón. Por el contrario las faltas morales serán el resultado del mal uso que hace el hombre de su libre albedrío y, por lo tanto, responsabilidad del hombre.

La felicidad es el objetivo último del hombre. Cada hombre tiene que volverse hacia el Soberano Bien, quererlo y adherirse a él. El hombre posee una necesidad intrínseca de ser libre ya que la libertad es un bien. Pero tiene un doble filo ya que también da lugar al pecado. El pecado consiste en la transgresión de la ley divina. La consecuencia de esto es la rebelión del cuerpo contra el alma de donde surge la concupiscencia y la ignorancia.

El alma fue creada por Dios para regir el cuerpo, pero por el pecado el alma es la que es regida por el cuerpo. Es el pecado y no el cuerpo el que constituye la verdadera sepultura del alma. En el estado de “caída” el alma no puede salvarse por sus propias fuerzas. Le hace falta la ayuda de la gracia. La gracia precede a todo esfuerzo “eficaz” para levantar al hombre. Nace de la fe siendo la misma fe una gracia. Es por esto que la fe precede a las obras, porque las buenas obras y sus méritos nacen de la gracia. La gracia es una especie de socorro que pone Dios a disposición del libre albedrío del hombre. Sin eliminar la decisión del hombre coopera con él restituyéndole la eficacia para el bien que el pecado le había quitado, convirtiendo la voluntad de mala a buena.

Para hacer el bien es necesaria la gracia y el libre albedrío. Sin el libre albedrío no habría problema pero sin la gracia el libre albedrío no querría el bien, y si lo consiguiera, no podría realizarlo. El buen uso del libre albedrío es la libertad. El hombre a quien domina por completo la gracia de Cristo es también el más libre. La caída fue un movimiento del egoísmo. El retorno de Dios constituye un movimiento de caridad que es el amor de lo único que merece ser amado.

En términos de conocimiento es el esfuerzo de una razón por volverse de lo sensible a lo inteligible. La razón inferior es aquella que se entrega al estudio de las cosas sensibles mientras que la razón superior es aquella que busca despegarse de lo individual y sensible hacia la contemplación de las ideas.

San Agustín también reflexionó sobre la sociedad humana. Para él pueblo es lo mismo que sociedad, es el conjunto de hombres unidos en la prosecución y en el amor de un mismo bien, Dios y su amor. Hay pueblos que son temporales, es decir que están unidos en el tiempo para conseguir bienes temporales necesarios para la vida. El más alto de estos bienes es la paz que nace del orden. Pero también está el pueblo de Dios que llamará “Ciudad de Dios”.

La Ciudad de Dios es un conjunto de hombres cristianos de todos los tiempos, lenguas y lugares, unidos por su amor común a Dios y por la común prosecución de la misma felicidad. Los ciudadanos de esta Ciudad se reclutan en todas las ciudades terrenas y son miembros suyos todos los elegidos, los que fueron, los que son y los que serán.

Las dos ciudades, la de Dios y las terrenales, se encuentran mezcladas entre sí y en el día del juicio final serán separadas y constituidas distintamente. Su obra “De Civitate Dei” o “Ciudad de Dios” tiene por objetivo trazan una teología de la historia desde la creación hasta el fin de los tiempos, marcando los momentos de la realización del plan querido y previsto por Dios.

(Continuación: Boecio, el filósofo desconsolado (480-525))

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